El gran hotel Budapest - The Grand Budapest Hotel

Foto de portada: Ralph Fiennes como Monsieur Gustave H. Por: Martin Scali/Twentieth Century Fox

Cuando la vi por primera vez, hace ya unas semanas, salí del cine con una especie de euforia que me duró varios días. Mucho tiempo había pasado desde que una película, además de provocarme ataques continuos de risa, me conmoviera e inspirara a volver a escribir. Esa es parte de su magia.

Todo se lo debemos a ese genio llamado Wes Anderson, a su creatividad tan peculiar, a su manera particular de imaginar y plasmar mundos con historias y personajes que muchos quisiéramos que existieran. Son lugares que trascienden el tiempo, donde habitan seres extravagantes, puros y encantadores. Sus historias siempre se pasean entre la aventura, el absurdo y un toque de drama. Pero todas, absolutamente todas, aun la más disparatada, las vivimos como si fueran realidades contundentes.

El gran hotel Budapest no es la excepción. Esta es una historia relatada en 3 épocas distintas, en la ficticia Republica de Zubrowka. En su corazón, está el magnífico Ralph Fiennes, quien interpreta a M. Gustave, el encantador y excéntrico concierge del hotel en los años 30, quien se verá envuelto, junto a su lobby boy (Tony Revolori), en las andanzas más atropelladas, incluyendo el robo de una renombrada obra de arte, escapar de prisión y conjurar a una cofradía secreta, todo esto, mientras somos testigos de una historia de amor.

En el más puro estilo cinematográfico de Anderson, la cinta está minada de breves –y fabulosas- intervenciones de algunos de sus colaboradores frecuentes: Owen Wilson, Bill Murray, Edward Norton, Tilda Swinton, Jason Schwartzman y Adrien Brody, por nombrar algunos. Anderson le da a cada uno su momento, y de ninguna manera sentimos que estos personajes y sus apariciones, por breves que sean, no sean importantes. Si acaso, nos queda esa curiosidad por saber más de ellos, quiénes son y si los veremos de nuevo, quizás en otras historias.

El gran hotel Budapest hace honor a un pasado idealizado, en el que la belleza, la amabilidad, la lealtad, el honor y la humanidad eran los motores de una sociedad que estaba a punto de conocer el horror de la guerra. Aun con su humor irónico, uno que otro improperio y ese toque cómico que raya en lo absurdo, Anderson supo colar la dosis perfecta de melancolía y nostalgia, que le dieron a esta hermosa película el equilibrio perfecto para hacerla trascender más allá de la sala de cine.

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