El placer que me causa hoy comentarles lo buena que es Reverón no se compara a nada. He visto películas venezolanas de diversos géneros, he reido y me han impactado muchas historias. Pero Reverón me cautivó de principio a fin.
¿Qué les puedo decir de la cinta que ya no sepamos? Nada. La cinta transcurre entre los años 1924 y 1954 en La Guaira, cuando el pintor inicia su relación con Juanita, su musa y compañera; vemos el desarrollo de su pintura durante el denominado periodo blanco, sus amistades y afectos más cercanos, su aislamiento progresivo y la enfermedad mental que lo atormenta y los objetos que se convirtieron en protagonistas de ese mundo singular: El Castillete.
Como el lienzo en blanco que espera cobrar vida a través de las manos de un artista, Reverón encuentra en el director Diego Rísquez al candidato ideal para pintarnos la historia de un hombre capaz de deslastrase de su pasado y forjarse un mundo propio donde sólo tienen cabida su musa, su arte, el contacto con la naturaleza y sus demonios internos.
Siendo Rísquez un cineasta con un aprecio obvio por la pintura y la fotografía, no es de extrañarse ver cómo logra traspasar esa pasión a la pantalla con escenas capaces de despertar en nosotros las reacciones más emotivas y sensoriales, las mismas que experimentamos cuando observamos una obra de arte que nos afecta sobremanera.
Y si Rísquez es el hombre adecuado para este trabajo, es imposible excluir a Luigi Sciamanna de esta ecuación audiovisual. Reverón no es nada sin su impactante actuación, una que no se excede en histrionismos o grandes discursos. El encarna al genio, al artista, al amigo, al ser atormentado. El hombre y el mito. Su mirada, sus gestos, los movimientos cuando toma el pincel, cuando tiene pesadillas o se sumerge en sus fantasías son los estímulos que transportan a Reverón hacia otra dimensión y la convierten en una experiencia inolvidable. Una que espero que todos los venezolanos vayan a disfrutar.
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